Alfonso X impuso la apertura del remoto Hospital de San Juan de Dios, hoy llamado Reina Sofía
Perdido. El antiguo hospital, hace ahora 100 años, en donde hoy se alza la Consejería de Economía.
En 1786 se decidió ampliar el edificio a costa del derribo de la torre de Caramajul .El corazón que Alfonso X legó a Murcia perteneció, durante mucho tiempo, a los más necesitados de la ciudad. O, al menos, lo tenían al alcance de la mano. Porque fue depositado a los pies de Santa María la Real de Gracia, en el remoto templo donde se la veneraba y venera, después renombrado de San Juan de Dios. Y allí, pared con pared, abrió sus puertas el más célebre de los hospitales murcianos, que ahora recibirá la Medalla de Oro del Ayuntamiento de Murcia, a propuesta de su alcalde, Miguel Ángel Cámara.
Los orígenes del actual Hospital General Universitario Reina Sofía se remontan a la reconquista de la ciudad, en 1266, cuando el Rey Alfonso X el Sabio donó a los frailes templarios la torre de Caramajul. La desaparición de la Orden Templaria trasladó la gestión del hospital al Obispado de Cartagena, como albergue de peregrinos y enfermos, hasta que en 1617, el Obispo Marqués de Prado autorizó a los hermanos de San Juan de Dios a que se encargasen del hospital.
Los hospitalarios, instalados desde 1613 en el Hospital del Buen Suceso, unieron este nombre al anterior, y el centro pasó a denominarse Hospital de Nuestra Señora de Gracia y del Buen Suceso. En aquella época, el centro se reducía a unos cuantos jergones, convertido en casa de caridad para forasteros y moribundos. Muchos de ellos beneficiarían en sus testamentos a los frailes, que llegaron a poseer casi la mitad de las tierras de la Región.
La primera noticia sobre el hospital se publicó en el Correo Literario de Murcia, en 1792, donde se daba cuenta del número de enfermos que atendía, un total de 85. Ya entonces, y desde 1730, se conocía como hospital general, bajo la tutela del Concejo de Murcia y del Obispado de Cartagena. El Correo Literario dará cumplida cuenta del aumento de internos en el centro, que en junio de 1792 superaban el centenar.
Aquellos años fueron intensos para el hospital. Primero, en 1782, se concluyeron las obras de un nuevo templo y, dos años más tarde, se rehabilitaron las fachadas del dispensario, que amenazaban ruina. En 1786 se decidió ampliar el edificio, a costa del derribo de la célebre torre de Caramajul, la última construcción del antiguo alcázar que se mantenía en pie. Aunque existen controversias sobre su emplazamiento exacto, los investigadores lo sitúan en la actual Delegación del Gobierno.
El nuevo templo de San Juan de Dios fue impulsado por la donación de «cincuenta doblones de a ocho en oro» que José Marín y Lamas, racionero de la Catedral, hizo al prior del convento. El anterior templo estaba consagrado a Santa María la Real de Gracia. Pocos recuerdan que, a sus pies, se depositó el corazón de Alfonso X el Sabio, que sería trasladado a la Catedral en 1541, durante el reinado de Carlos V.
La singular forma oval del edificio obedece a la voluntad de Marín y Lamas de dedicarlo a la exposición permanente de Jesús Sacramentado, como así se hizo en una custodia de oro, diamantes y piedras preciosas.
En 1835 fueron expulsados los frailes de San Juan y el Estado se encargó de la gestión del hospital, a través de la Junta Municipal de Beneficiencia. En 1849, pasó a formar parte de la Junta Provincial de Beneficencia, denominándose Hospital Provincial. Y un poco después, se renombraba -al menos en prensa- como Hospital Provincial Cívico-Militar. Original nombre que, en cambio, no impedía la celebración solemne de una novena en honor de San Juan de Dios.
Cristo de la Salud
Aún es posible admirar entre los muros del templo al Santísimo Cristo de la Salud, talla anónima del siglo XV, la más antigua que participa en las procesiones de Semana Santa, así llamada porque presidía la escalera del hospital y ante la cual elevaban sus plegarías los enfermos murcianos y sus familiares.
Pero no sería hasta la entrada del siglo XX cuando la institución se transformó en un moderno centro científico. Curiosamente, junto a la celebración de destacadas intervenciones quirúrgicas, era constante la atención a los huertanos heridos por trifulcas con el agua.
La Guerra Civil Española asestó un nuevo golpe al hospital. De entrada, había que cubrir la veintena de plazas vacantes por los fusilamientos. Eso, sin contar que los candidatos a cubrirlas debían manifestar su adhesión al Movimiento Nacional y declarar, bajo juramento, que nunca habían mantenido relaciones con la Masonería o con el Socorro Rojo.
Ya cumplida la década de los cuarenta, se decidió derribar el inmueble. Anunciaron los diarios que se construiría «en el extrarradio de la capital, pero junto a una importante vía de comunicación, con abundancia de agua y alejado de centros industriales, con orientación a mediodía». En 1953, el hospital se traslada a su nueva ubicación, derribándose el anterior y construyendo en su solar el edificio de la Diputación.
La Diputación, después de declarar dos veces desierto el concurso para la construcción del nuevo hospital, lo adjudicó de forma directa. Aquello fue un calvario: las reformas y retrasos en el proyecto, y la falta de fondos retrasaría la terminación de las obras hasta 1960. El edificio resultante sería demolido con el siglo pasado, para dar paso a las modernas instalaciones cuyas ventanas se asoman, como desde hace más de siete siglos, al río.
@ANTONIO BOTÍAS/La Verdad.es