Había una vez un pobre pastor de cabras. Todos los días, en busca de pastos frescos, llevaba su rebaño a una colina que dominaba el pueblo donde vivía con su familia. Era sordo, pero esto no le importaba en absoluto. Un día su esposa se olvidó de darle la bolsa que contenía su almuerzo y tampoco envió a su hijo para que se lo llevara, como había ocurrido en otras ocasiones, aun cuando el sol estuviese en todo su apogeo.
"Iré a casa por ella" pensó el pastor, "no puedo quedarme aquí sin comer nada hasta que el sol se esconda".
De repente vio a un hombre que estaba cortando arbustos en la ladera de la colina. Se acercó a él y le dijo: "Hermano, por favor vigila las cabras para que no se pierdan, pues a mi esposa se le ha olvidado tontamente mi comida, y debo regresar al pueblo por ella". Pero el que cortaba los arbustos también era sordo y no comprendió lo que quería el pastor.
Entonces le dijo: "¿Porqué habría de darte alguno de los arbustos que estoy cortando para mis propios animales? Tengo dos borregos y una vaca en mi casa, y he de caminar mucho para hallarles comida. No, vete de aquí, pues no quiero saber nada de gente como tú, que solo quieren quitarme lo poco que me pertenece".
"Iré a casa por ella" pensó el pastor, "no puedo quedarme aquí sin comer nada hasta que el sol se esconda".
De repente vio a un hombre que estaba cortando arbustos en la ladera de la colina. Se acercó a él y le dijo: "Hermano, por favor vigila las cabras para que no se pierdan, pues a mi esposa se le ha olvidado tontamente mi comida, y debo regresar al pueblo por ella". Pero el que cortaba los arbustos también era sordo y no comprendió lo que quería el pastor.
Entonces le dijo: "¿Porqué habría de darte alguno de los arbustos que estoy cortando para mis propios animales? Tengo dos borregos y una vaca en mi casa, y he de caminar mucho para hallarles comida. No, vete de aquí, pues no quiero saber nada de gente como tú, que solo quieren quitarme lo poco que me pertenece".
E hizo un ademán de burla con la mano, riéndose estentóreamente. El pastor no oyó lo que el hombre le dijo y contestó: "Oh, gracias por aceptar, generoso amigo; iré tan rápido como sea posible. Bendito seas, ahora me siento tranquilo".
Corrió hacia la aldea y fue hasta su humilde choza. Encontró a su esposa enferma con fiebre y a la esposa del vecino atendiéndola. Tomó su bolsa de comida y regresó corriendo a la colina. Contó las cabras cuidadosamente y no faltaba ninguna. El cortador de arbustos todavía estaba ocupado en su trabajo, y el pastor dijo para sí:
"¡Caramba, qué excelente persona es ésta tan digna de confianza! ¡Ha cuidado mis cabras para que no se extravíen y ni siquiera busca agradecimiento por su servicio! Lo obsequiaré con esta cabra lisiada que, de todas maneras, pensaba matar. Será una rica cena para él y su familia". De manera que cargando la cabra sobre los hombros, corrió exclamando: "Oh, hermano, he aquí un regalo por haber cuidado de mis cabras mientras yo estaba ausente. Mi pobre esposa tiene fiebre, y eso lo explica todo. Prepara esta cabra Para tu cena de hoy; ves, tiene una pata lisiada, y, de todas maneras, pensaba matarla".
Pero el otro no oyó sus palabras, y gritó furioso:
"¡Despreciable cabrero, no vi lo qué pasó mientras estuviste ausente. ¿Cómo puedo ser responsable de la pata de tu infernal animal? ¡Yo estaba ocupado cortando estos arbustos y no tengo idea de cómo fue que pasó! Lárgate de aquí o te golpearé".
El pastor estaba asombrado por los gestos de furia que hacía el hombre, pero no podía oír lo que decía, así que llamó a un hombre que pasaba por ahí, montado en un fino caballo. "Noble señor, te suplico, por favor, que me digas de qué está hablando este cortador de arbustos. Soy sordo, y no sé por qué me ha rechazado el regalo de la cabra con tal furia".
El cabrero y el cortador de arbustos le empezaron a gritar al viajero, que desmontó y caminó hacia ellos. Era ladrón de caballos y sordo como una tapia. Se había perdido y quería preguntarles dónde estaba. Pero, cuando vio los gestos de furia de los otros dos hombres, dijo: "Sí, hermanos, robé el caballo, lo confieso, pero no sabía que os pertenecía. ¡Os suplico que me perdonéis, pues tuve un momento de tentación y actué sin pensar!".
"No tuve nada que ver con la pata lisiada de la cabra" gritaba el cortador de arbustos.
"Haz que me diga por qué no acepta mi regal" urgía el cabrero. "¡Sólo quería dársela como una muestra de aprecio!"
"Ciertamente admito haber robado el caballo" decía el ladrón, "pero soy sordo y no puedo oír cual de vosotros es el dueño".
En ese momento apareció un viejo derviche por el camino polvoriento hacia la aldea. El cortador de arbustos corrió hacia él y tirando de su manto, dijo: "Venerable derviche, soy un hombre sordo que no puede entender nada de lo que estos dos están diciendo. Por favor, juzga sabiamente y explícanos qué gritan los otros".
Sin embargo, el derviche era mudo y no podía responder pero se acercó a ellos y observó detenidamente las caras de los tres sordos, que habían dejado de hablar. Los miró a uno por uno, por tanto tiempo y tan fijamente, que empezaron a sentirse muy molestos.
Los chispeantes ojos negros del derviche profundizaban en los ojos de los hombres, buscando la verdad, buscando encontrar algo que le diera la clave de la situación. Pero los otros comenzaron a sentir miedo de que los embrujara, o de que fuera a controlar su voluntad de alguna manera. Y de repente el ladrón saltó sobre el caballo y se fue galopando. Inmediatamente el cabrero comenzó a reunir a sus animales y a conducirlos a la cima de la montaña. El segador de arbustos, bajando la vista, empacó sus arbustos en una red y, echándosela a los hombros, corrió hacia su casa.
El derviche continuó su viaje, pensando que el habla puede ser una forma de comunicación tan inútil que seria lo mismo no tenerla.