En el lugar de Liérganes, cercano a la villa de Santander, vivía a mediados del siglo XVII el matrimonio formado por Francisco de la Vega y María de Casar, que tenían cuatro hijos. La mujer, al enviudar, mandó al segundo de ellos, Francisco, a Bilbao, para que aprendiese el oficio de carpintero. Allí vivía el joven Francisco cuando, la víspera del día de San Juan del año 1674, se fue a nadar con unos amigos al río. El joven se desnudó, entró en el agua y se fue nadando río abajo, hasta perderse de vista. Según parece, el muchacho era un excelente nadador y sus compañeros no temieron por él hasta pasadas unas horas. Entonces, al ver que no regresaba, le dieron por ahogado.
Cinco años más tarde, en 1679, mientras unos pescadores faenaban en la bahía de Cádiz, se les apareció un ser acuático extraño, con apariencia humana. Cuando se acercaron a él para ver de qué se trataba, desapareció. La insólita aparición se repitió por varios días, hasta que finalmente pudieron atraparlo, cebándolo con pedazos de pan y cercándolo con las redes. Cuando lo subieron a cubierta comprobaron con asombro que el extraño ser era un hombre joven, corpulento, de tez pálida y cabello rojizo y ralo; las únicas particularidades eran una cinta de escamas que descendía de la garganta hasta el estómago, otra que cubría todo el espinazo, y unas uñas gastadas, como corroídas por el salitre.
Los pescadores llevaron al extraño sujeto al convento de San Francisco donde, después de conjurar a los espíritus malignos que pudiera contener, le interrogaron en varios idiomas sin obtener de él respuesta alguna. Al cabo de unos días, los esfuerzos de los frailes en hacerlo hablar se vieron recompensados con una palabra: "Liérganes". El suceso corrió de boca en boca, y nadie encontraba explicación alguna al vocablo hasta que un mozo montañés, que trabajaba en Cádiz, comentó que por sus tierras había un lugar que se llamaba así. Don Domingo de la Cantolla, secretario del Santo Oficio de la Inquisición, confirmó la existencia de Liérganes como un lugar cercano a Santander, perteneciente al arzobispado de Burgos, y del cual él era oriundo. De inmediato mandó noticia del hallazgo efectuado en Cádiz a sus parientes, solicitando que informaran de si allí había ocurrido algún suceso que pudiese tener conexión con el extraño sujeto que tenían en el convento. De Liérganes respondieron que allí no había ocurrido nada extraordinario fuera de la desaparición de Francisco de la Vega, hijo de la viuda María de Casar, mientras nadaba en el río de Bilbao; pero que esto había ocurrido cinco años atrás.
Esta respuesta excitó la curiosidad de Juan Rosendo, fraile del convento, quien, deseoso de comprobar si el joven sacado de la mar y Francisco de la Vega eran la misma persona, se encaminó con él hacia Liérganes. Cuando llegaron al monte que llaman de la Dehesa, a un cuarto de legua del pueblo, el religioso mandó al joven a que se adelantara hasta allí. Así lo hizo su silencioso acompañante, que se dirigió directamente hacia Liérganes, sin errar una sola vez al camino; ya en el caserío, se encaminó sin dudar hacia la casa de María de Casar. Ésta, en cuanto le vio, le reconoció como su hijo Francisco, al igual que dos de sus hermanos que se hallaban en casa.
El joven Francisco se quedó en casa de su madre, donde vivía tranquilo, sin mostrar el menor interés por nada ni por nadie. Siempre iba descalzo, y si no le daban ropa no se vestía y andaba desnudo con absoluta indiferencia. No hablaba; sólo de vez en cuando pronunciaba las palabras "tabaco", "pan" y "vino", pero sin relación directa con el deseo de fumar o comer. Cuando comía lo hacia con avidez, para luego pasarse cuatro o cinco días sin probar bocado. Era dócil y servicial; si se le mandaba algún recado lo cumplía con puntualidad, pero jamás mostraba entusiasmo por nada. Por todo ello se le creía loco hasta que un buen día, al cabo de nueve años, desapareció de nuevo en el mar sin que se supiera nunca más nada de él.
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