La leyenda de la posesión diabólica
Cuatro años después de fundado el convento de San Plácido aconteció el primer suceso ruidoso que atrajo la atención de las gentes sobre aquella comunidad. Fue elegido confesor de esas monjas un fraile de la misma religión benedictina, llamado Juan Francisco García Calderón, varón cuya ciencia y virtud eran reconocidas y admiradas. Poco tiempo después una de las monjas empezó a manifestarse en estado de exaltación y arrebato, que llegaba a los más extraños furores, con tales violencias y desmanes en sus palabras y en sus obras, que fray Francisco la declaró energúmena, posesa del enemigo malo, sometiéndola al exorcismo para sacarla los demonios del cuerpo.
A los pocos días cayó en el mismo estado otra monja, y no tardó en hallarse en la misma situación la priora y, según el confesor, a fin de año el diablo había tomado posesión de veintiséis de las treinta monjas que allí había, salvándose esas cuatro seguramente porque su avanzada edad, o sus escasos atractivos físicos, las habían inmunizado contra los ataques de Lucifer. El caso fue que el Santo Oficio informóse de lo que, ocurría, y, prendiendo a fray Francisco, a la priora y a las monjas posesas, dio con todos en la cárcel de la Inquisición de Toledo. El proceso fue fallado a los dos años, quedando condenado el padre Calderón a reclusión perpetua, privación de ejercer ningún cargo, ayuno forzoso a pan y agua tres días a la semana y dos disciplinas circulares. Y aún pudo considerarse afortunado, pues las repugnantes confesiones que hizo en el tormento podían haberle acarreado más severa sanción. La priora, gracias a la influencia poderosa de que gozaba, fue repuesta en su cargo y volvió al convento.
"Leyenda del reloj de San Plácido"
Unos años después, vino un nuevo episodio a aumentar la celebridad de las monjas de San Plácido. En casa del patrono, D. Jerónimo, asistía con frecuencia su grande amigo el conde-duque, y el rey Felipe IV solía visitarla también muy a menudo. En una de estas reuniones hizo saber Villanueva que en el vecino monasterio había profesado como religiosa una bellísima dama, y tanto encareció la hermosura de la benedictina, que el monarca quiso verla en el locutorio, donde pasó disfrazado; prendóse de ella el rey, y, favorecido por la autoridad del patrono, todas las noches iba a visitar a Margarita, que así se llamaba la monja, y platicaba largamente con ella.
Encendido en apetito D. Felipe, quiso llegar al aposento de la religiosa, y utilizó para ello un paso que fue abierto desde la cueva de la casa de D. Jerónimo a una bóveda del convento destinada a guardar el carbón. La abadesa, a quien debía pesarle no haberse casado con el protonotario, con lo que se hubiera evitado los muchos disgustos que le proporcionaba su fundación, rogó al patrono y al conde-duque que disuadieran al rey de aquel empeño; pero como la contestaran obligándola a someterse a sus órdenes, ella dispuso una lúgubre traza para librar a Margarita de los galanteos del rey.
Así fue que la noche en que D. Felipe se aprestaba para llegar a la celda de su amada, la priora hizo que la monja apareciese rígida sobre un túmulo vestido de negro, con un crucifijo a la cabecera y entre cuatro velones encendidos.
Fue D. Jerónimo el primero que pasó por la mina, y, aturdido al ver el aparato mortuorio, volvió adonde le esperaban el conde-duque y el monarca, comunicándoles su espanto y confusión. Así fue que desde aquel momento ya no consiguieran ver claro los ilustres caballeros que frecuentaban la casa de la calle de la Madera.
Intervino también en este caso el Santo Oficio. Era inquisidor general el dominico fray Antonio de Sotomayor, arzobispo de Damasco y confesor del rey. Habló este prelado con su penitente, y Felipe IV le dio palabra de cesar en aquel devaneo. Entonces fue cuando, en memoria del romántico episodio, regaló al convento de San Plácido el famoso reloj cuyas campanadas sonaban a funeral tañido. Este reloj -que daba las horas con sonido de requiem- desapareció en la reforma del convento llevada a cabo en 1903.
También en relación con este hecho se dice que el Rey D. Felipe y con el mismo motivo de desagraviar al Convento ordenó a su pintor de corte, a la sazón Velázquez que pintara el famoso Cristo de Velázquez que se colocó en la Sacristía. Tambíen por referencia sabemos (aunque actualmente es desconocido su paradero y su autor, que bien pudo ser Velázquez), de la existencia de "una [Sagrada] Cena -que según Pascual Madoz- se hallaba -también en la Sacristía-, sobre la cajonería" de los corporales, y "un bello Tránsito de Santo Domingo de Silos, entre las Ventanas". Dicho sea de paso tampoco existe la Sacristía, perdida igualmente en las obras realizadas en 1903.
Hay que hacer notar que los hechos narrados forman parte de una cierta leyenda pero que aunque no ocurrieran exactamente como se los narra, los protagonistas: el Rey, uno de sus ministros don Gerónimo de Villanueva(o Jerónimo de Villanueva), un Convento de Clausura, la Inquisición y demás hacen que el que un desliz aunque fuera mínimo adquiera estas proporciones de truculencia y de "hecho legendario". De esta "cuasihistoria" hay que destacar que los cuadros donados por el Rey -probablemente por esta causa- son reales y el reloj también lo fué aunque se retiró cuando la remodelación de 1903 bien porque estaría gastado, así como por evitar el recuerdo de esta leyenda poco edificante lo mismo para el Convento que para el Monarca y sus adláteres, pero el Velázquez está ahí... en el Prado. Las monjas tienen una copia que les fuera regalada en épocas recientes.
@Menos las fotografías, Madripedia.