La presidencia de Ahmadineyad registra un aumento de los apedreamientos de adúlteros
"Es la ley islámica", me espeta un funcionario del Ministerio de Orientación Islámica de Irán al que no le ha gustado mi información sobre la condena a morir lapidada dictada contra Sakineh Mohammadi Ashtiani. La idea de que el apedreamiento hasta la muerte es un castigo ordenado por Dios para los adúlteros la repiten también clérigos y zelotes, que recurren a los textos sagrados en busca de justificación. Sin embargo, la pena no está mencionada en el Corán, hay ulemas que discrepan y muchos analistas atribuyen a motivos políticos su introducción en el Código Penal. La sentencia de Ashtiani, suspendida temporalmente ante la presión internacional, reabre el debate de la universalidad de los derechos humanos.
"El concepto de interpretación es muy importante aquí", explica Mehdi Zakerian, presidente de la Asociación Iraní de Estudios Internacionales. Aunque Irán ha ratificado la Declaración Universal de Derechos Humanos y las dos convenciones que la desarrollan, se opone a la idea de universalidad. Sin duda, la República Islámica tiene que cumplir y respetar esos acuerdos, pero ha adoptado lo que este experto denomina "una nueva diplomacia", que defiende que los países occidentales no pueden imponer su propia visión.
"Irán encabeza a los países islámicos que justifican que la sharía y el papel de la familia son más importantes que los derechos humanos definidos por Occidente sin atender al sexo, la religión o el origen", afirma Zakarian. Además, recuerda que "a diferencia de los países occidentales, en Irán la legislación nacional prevalece sobre la internacional".
Tachada de medieval e inhumana en Occidente, la lapidación tampoco tiene buena prensa en Irán por mucho que las autoridades recurran al escudo de la religión, la cultura o las tradiciones para defenderla. "No he visto ningún decreto en el Sagrado Corán sobre ese castigo", ha declarado Zahra Rahnavard, la mujer del líder reformista Mir-Hosein Musavi, a raíz del caso Ashtiani y a sabiendas de lo delicado del asunto. Abogados, defensores de los derechos humanos y feministas que luchan por la abolición de ese tipo de leyes, a menudo terminan en la cárcel o en el exilio.
De hecho, la lapidación para los adúlteros no se introdujo en el Código Penal hasta 1983, cuando se renovó ese texto a raíz de la revolución islámica. Desde entonces hasta 1997, Irán ha ejecutado a una media de 10 personas al año por ese procedimiento, según estimaciones de las organizaciones de derechos humanos. Aquel año, llegó al Gobierno el reformista Mohamed Jatamí y aunque no cambiaron las leyes, se suavizaron sus aristas. El deseo de mejorar las relaciones con el resto del mundo permitió lo que la UE llamó "diálogo crítico" que, entre otras cosas, consiguió que en 2002 el poder judicial declarara una moratoria de los apedreamientos.
La decisión no convenció a los jueces más conservadores, que siguieron dictando condenas de lapidación. Al no trasladarse a las leyes, tampoco se aclaró si esas sentencias debían de conmutarse. Algunos reos fueron ahorcados, otros quedaron encarcelados en medio del limbo legal y los menos salieron en libertad, gracias sobre todo a una red de mujeres y abogados que trabajaba para eliminar esa pena del Código Penal. Pero después de la llegada a la presidencia de Mahmud Ahmadineyad, en 2005, el nuevo clima alentó que volvieran a aplicarse las sentencias de lapidación. Al año siguiente, hubo dos casos extraoficiales en Mashhad, y en julio de 2007, un portavoz judicial confirmó la muerte a pedradas de Jafar Kiani en Qazvin.
"No existe ninguna correlación entre la lapidación y los valores islámicos", defiende el ayatolá Mohammad Ebrahim Yannati. Pero como señala Mehrangiz Kar, "los clérigos que opinan así no tienen ningún poder dentro del régimen". Kar, abogada y activista de los derechos de la mujer, trabajó en varios casos de lapidación antes de verse obligada a abandonar su país en 2001. Sin embargo, el ex presidente Ali Akbar Hashemí Rafsanyaní, que ha sido uno de los políticos más poderosos de Irán, llegó a tachar de "jueces con mal gusto" a quienes imponían esa pena.
"Apoyar la lapidación es un acto político simbólico", interpreta por su parte Darius Rejali, profesor del Reed College de Oregón y autor de Torture and Democracy (Princeton, 2007). "Se parece mucho a los políticos que en EE UU defienden la pena de muerte para mostrarse 'duros frente a la delincuencia' (...). Lo mismo ocurre con la lapidación en Irán, para algunos conservadores, atrae apoyo político", explica en un correo electrónico.
Kar es partidaria de que la comunidad internacional, en sus relaciones con la República Islámica, dé prioridad a los abusos de derechos humanos frente al programa nuclear. "Si se crea un clima de moralidad internacional contra el país violador, ayudaría a que cambie de actitud", coincide otro activista desde el anonimato porque sigue trabajando dentro de Irán.
El año pasado una campaña internacional logró salvar la vida de Kobra Najjar, cuya condena a morir lapidada se conmutó por 100 latigazos. Las presiones internas y externas también contribuyeron a que el poder judicial excluyera la lapidación del nuevo Código Penal que en 2008 presentó ante el Parlamento, donde sigue debatiéndose. Aunque pocos iraníes creen que el Consejo de Guardianes, un órgano no electo con poder de veto sobre todas las decisiones del Parlamento, vaya a dar su visto bueno, el mero debate revela la naturaleza política del asunto.
La sentencia de apedreamiento contra Sakineh Ashtiani ha sido solo la última en conocerse. Lo polémico de estas condenas y la vergüenza que se hace recaer sobre las familias de las víctimas contribuyen a que no se difundan. Aun así la Campaña Internacional contra la Lapidación ha recopilado los nombres de otros 24 condenados a esa pena que están pendientes de su ejecución (http://missionfreeiran.org/2010/07/16/list-stoning-victims/). Esta lista confirma la denuncia que Amnistía Internacional hiciera en 2008 de que ese castigo se aplica más a menudo a las mujeres que a los hombres.
@Angeles Espinosa/El País