Se cumplen 20 años de excavaciones españolas en el Monte Testaccio, un «archivo a cielo abierto» para la arqueología
En el centro sur de Roma, a pocos metros de la orilla este del río Tíber, se alza un promontorio, el Testaccio. No se trata de una de las siete colinas legendarias de la Ciudad Eterna, aunque con sus 45 metros de altura, las iguala en talla. Es una montaña particular, creada por el hombre, un auténtico paraíso para los arqueólogos y estudiosos de la Antigua Roma. La forman los restos de 25 millones de ánforas depositadas de forma ordenada desde finales del siglo II y durante alrededor de 270 años por los trabajadores de los almacenes surgidos junto al vecino puerto fluvial.
Al ascender el Testaccio no se pisa apenas tierra, sólo trozos de barro cocido: son los restos de las grandes vasijas de 100 kilogramos que salieron cargadas de aceite de oliva de la Bética (la provincia romana que se extendía por la actual Andalucía) y llegaron a Roma para alimentar a la capital del Imperio y a su Ejército. Una vez concluido su viaje y vacías de su contenido, las ánforas se rompían y colocaban una encima de otra en largas hileras, que con el paso del tiempo fueron ganando altura hasta formar lo que hoy se conoce como el Monte Testaccio.
«Con el aceite de las ánforas que han creado este promontorio se cubrieron las necesidades de una población de medio millón de personas durante 250 años», cuenta José Remesal Rodríguez, arqueólogo jefe de la excavación del Testaccio. El país lleva investigando esta colina desde hace 20 años, obteniendo información sobre el comercio, la administración y el transporte en la Antigua Roma tan valiosa que ha convertido esta misión en un referente internacional. «El Testaccio es como un enorme archivo a cielo abierto para la arqueología europea gracias a las inscripciones que llevaban las ánforas, que aquí se han conservado muy bien debido a que las vasijas sólo se utilizaban una vez y, tras ser rotas, eran cubiertas con cal. Estos sellos nos permiten saber qué transportaban las ánforas, la tara y el peso del contenido, el nombre del transportista y qué controles fiscales y aduaneros habían pasado», cuenta Remesal Rodríguez, catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Barcelona y miembro de la Real Academia de la Historia.
Una burocracia sofisticada
A diferencia de lo que ocurría con las ánforas que contenían vino o agua, las que llegaban a Roma cargadas de aceite andaluz no eran reutilizadas. «Eran envases sin retorno, resultaba demasiado complicado quitarle la pringue del aceite», explica el arqueólogo español. Prácticos y ordenados, los antiguos romanos resolvieron el problema de la acumulación de ánforas en los almacenes cercanos al puerto fluvial habilitando un vertedero, al que sometieron a unas férreas normas. Se sabe incluso que en la formación del basurero trabajaron funcionarios públicos, quienes se encargaban de que se aprovechase al máximo el espacio y se cumpliesen las normas higiénicas.
Remesal Rodríguez, que dirige el equipo de alrededor de 20 arqueólogos que todos los meses de septiembre y octubre realizan excavaciones en el monte, sabe que es un afortunado. «Otros expertos tienen que mover decenas de metros cúbicos de tierra para toparse con algo, aquí en seguida se encuentra información muy valiosa».
Prueba de ello son los 15 volúmenes publicados con los datos obtenidos en el Testaccio. «Las inscripciones de las ánforas son una expresión mínima de un sistema administrativo más amplio. Aquí conocemos con exactitud el año, el lugar de fabricación, el recorrido y el contenido de cada ánfora», explica el experto.
Pese a las dos décadas de estudio, los arqueólogos todavía no saben con certeza el orden que los antiguos romanos siguieron al dejar los trozos de ánforas. «Los estratos no son siempre consecutivos en el tiempo. Es como si encontrásemos el cuarto tomo de un libro de Historia y a su lado, en vez de estar el quinto, está el octavo», resume el arqueólogo.
Los impuestos, en aceite
El 85 por ciento de las ánforas salieron de la Bética. «Se distinguen a simple vista, su factura es más basta que la de las africanas», explica el arqueólogo José Remesal Rodríguez. Gracias a las inscripciones se ha sabido que había centenares de fábricas en la antigua Andalucía destinadas a la exportación de aceite. «Esta provincia se especializó en el sector oleícola, así pagaba sus impuestos. El aceite andaluz llegaba hasta los confines del territorio romano, para alimentar al Ejército».
@Daría Menor, (Roma)/ La Razón.es