Había una vez un derviche que se embarcó para efectuar una travesía marítima. Al subir, uno por uno, los otros pasajeros al barco, lo vieron y –como era la costumbre- le pidieron un consejo. Todo cuanto el derviche hizo fue decir a cada uno de ellos lo mismo; sólo parecía estar repitiendo una de sus fórmulas que los derviches hacen el objeto de su atención, de tiempo en tiempo.
La fórmula era: “Trata de estar atento a la muerte hasta que sepas lo que la muerte es.” Pocos viajeros se sintieron particularmente atraídos por esta amonestación.
Pronto se levantó una terrible tormenta. Tanto la tripulación como los pasajeros cayeron de rodillas, implorando a Dios que salvara el barco. Alternativamente, gritaron aterrorizados, se dieron por perdidos, esperaron frenéticamente algún socorro. Durante todo este tiempo, el derviche permaneció tranquilamente sentado, reflexivo, sin reaccionar ante el movimiento y las escenas que se desarrollaban a su alrededor.
Finalmente, el embate cesó, mar y cielo se calmaron; y los pasajeros tomaron conciencia de cuán sereno había permanecido el derviche durante todo el episodio.
Uno de ellos le preguntó: “¿No te diste cuenta que durante esta terrible tormenta no hubo entre nosotros y la muerte nada más sólido que una tabla de madera?”
“Oh, sí, en efecto”, respondió el derviche, “yo sabía que en el mar siempre es así. Sin embargo, también me di cuenta de que, como a menudo había reflexionado estando en tierra, en el curso normal de los sucesos, hay un aun menos entre nosotros y la muerte.”