La manipulación emocional de los niños por parte de mandatarios o dirigentes es tan abominable —o quizá más— que la pederastia
Días atrás Yoani Sánchez recordaba que siendo pionera se vio obligada a gritar consignas contra el entonces presidente norteamericano Jimmy Carter. Enseguida evoqué a mis sobrinitas exclamando en algún desfile colegial: “¡Pioneros por el comunismo: seremos como el Che!”. Todavía las veo, con los ojos del recuerdo, regresando de la “Escuela al Campo”: explotación laboral infantil disfrazada de “trabajo voluntario”. Llegaban a casa enflaquecidas, con el pelo quemado por el sol y las uñas rotas, llenas de fango.
Hace poco el vicepresidente del Consejo de Ministros arengaba a trescientos pobres pioneros exhortándolos a “defender el legado de la revolución”. ¿Hasta cuándo van a manosear ideológicamente a la infancia? ¿Hasta cuándo esa pedofilia política que se reproduce —con ligeras variaciones— en otros países del Tercer Mundo?
Entre 1966 y 1976 proliferaron fotos y carteles chinos donde vemos a miles de menores alzando jubilosos el libro rojo de Mao. El Gran Timonel utilizó incluso a niños de doce años como “guardias rojos” durante la funesta Revolución Cultural. Esos rostros airados —que deberían sonreír—, esos puños crispados —que deberían escribir, dibujar, hacer manualidades o tocar guitarra— recuerdan los Dos Minutos de Odio orwellianos.
En los regímenes totalitarios —al estilo cubano y norcoreano— se presiona a los estudiantes de secundaria para que asistan a desfiles oficiales o participen en mítines de repudio contra opositores pacíficos. Directa o veladamente, los amenazan, pues si no asisten a esas actividades, sus expedientes académicos se verán negativamente afectados, no obtendrán becas, ni podrán matricular más tarde en ciertas carreras universitarias.
Estos chantajes para acarrear a los jóvenes formando así falsas mayorías progubernamentales, no son más que pura pornografía política, pues con esas coacciones se prostituye psicológicamente a los menores. El asco que suscitan estas coerciones debería bastar para que ningún país decente mantuviera relaciones —ni diplomáticas, ni comerciales, ni culturales— con los sistemas que incurren en estas prácticas. Lamentablemente, algunos gobiernos democráticos miran para otra parte, despliegan la estrategia del avestruz para no enfrentarse a ciertas realidades que claman al cielo.
Otra imagen incesante es la del niño palestino tirándole piedras a un tanque durante alguna intifada. Esos menores también son manipulados por adultos, aunque generan buenas fotos y permiten ganar jugosos honorarios a los reporteros occidentales, quienes participan del show, bien porque son ingenuos que a su vez se dejan manipular, bien porque son lo bastante cínicos para prestarse a ese juego propagandístico.
Altos funcionarios de la Autoridad Palestina han admitido que a los niños se les paga aproximadamente un dólar por cada bomba casera que arrojan. Hacia el año 2002, cerca de cuarenta menores habían perdido un brazo al arrojar estas bombas.
Cada día se ven más fotos de niños enarbolando armas de madera, no porque espontáneamente estén jugando en el parque a policías y ladrones, sino porque son utilizados por líderes políticos como propaganda de guerra.
La manipulación emocional de los niños por parte de mandatarios o dirigentes es tan abominable —o quizá más— que la pederastia, entre otras razones porque esas tretas políticas se perpetran a plena luz y en público. Para colmo de males, además de afectar a millones de menores, estas maquinaciones tienen una dimensión social. Se presentan como parte de un programa de educación nacional, razón por la cual no provocan tanto rechazo, ni tan enérgico, como en el caso del abuso sexual infantil.
Pareciera que a nadie le importa demasiado perseguir estas psicopatías cuyo máximo esplendor se verificó en los dos principales totalitarismos del siglo XX: el comunismo y el fascismo. No se condenan suficientemente estas sociopatías que ignoran y desprecian los derechos individuales, sobre todo los de niños y jóvenes.
Por si fuera poco, también están las fotos de niños soldados empuñando armas de verdad. Organizaciones políticas, partidos, gobernantes, jefes tribales, se sirven de la infancia sin el menor rubor en estas prácticas de adoctrinamiento. Los preparan como futuros soldados o mártires. Circula en Internet un escalofriante video donde unos niños afganos juegan a ser talibanes suicidas. En los archivos de propaganda nazi abundan las fotos de niños “jugando” a dirigir campos de concentración.
Todas estas pesadillas empiezan cuando un político —casi siempre carismático— reparte banderitas entre los menores para que las agiten en algún acto público, o le entrega a un colegial un discurso escrito para que lo lea frente a la muchedumbre. No hay nada más falso que un menor recitando, o repitiendo de carrerilla, algo previamente escrito por un adulto, es decir, por un pedófilo político.
El tema tiene hondas raíces y merece un tratado de historia que podría remontarse a la Cruzada de los Niños que tuvo lugar en el año 1212. Más allá del grado de ficción o de realidad que entraña aquel acontecimiento, lo cierto es que fue ampliamente utilizado por la propaganda eclesiástica medieval para inculcar la fe en los menores.
Todo sistema rígido e intolerante —ya sea religioso o político— cae más temprano que tarde en la pedofilia ideológica. La politización de la infancia es un crimen de lesa humanidad. Es pornografía de Estado, fomentada y consentida por el Estado en su propio beneficio.
Todo esto debería condenarse con embargos, bloqueos, congelaciones de cuentas bancarias e intensas campañas publicitarias a escala mundial para desprestigiar ante los ojos del mundo a los Gobiernos que fomenten esas prácticas. Como mínimo, habría que intentar avergonzar a los mandatarios y líderes que ejercen la pedofilia política, si es que alguna vergüenza les queda.
¿Por qué la ONU no prohíbe terminantemente la pedofilia política, por qué no la denuncia, por qué algunos gobiernos dizque democráticos mantienen excelentes relaciones con dictaduras que profesan descaradamente la pedofilia política? Algo huele a podrido, y no solo en Dinamarca.
Todo sistema fanatizado que cultiva la intransigencia, desemboca ineluctablemente en la pedofilia política. La idea que subyace tras estas maniobras es que los niños, en vez de pertenecer a sus padres, son propiedad del Estado, forman parte del inventario de bienes semovientes del Gobierno.
Sin embargo, si existe algo sagrado en este mundo, algo que no se puede mancillar ni con el pétalo de una rosa, es la niñez. Por doquier se alzan voces contra el trabajo o la explotación infantil, pero contra el lavado de cerebro en las etapas de la infancia y la juventud, yo no oigo ni un solo grito de condena a nivel institucional, en ninguna democracia. ¿A qué se deberá tanta indolencia?
Lo que sí condenan la UNICEF y Human Rights Watch son los niños soldados implicados en conflictos bélicos, de los cuales se calcula que hay en el mundo unos 250 mil, la mayoría en África.
Sin embargo, en esos organismos internacionales no parecen advertir que el primer paso para reclutar a los niños es lavarles el cerebro. La fase previa para la militarización de la infancia son las técnicas de vaciado cerebral perpetradas por algunos gobiernos y jerarcas tribales. Resulta curioso que se condene con tanto ardor la consecuencia y no la causa.
Se empieza adoctrinándolos en la primaria y se acaba lanzándolos a la guerra si fuera necesario, como hizo Hitler condecorando a sus niños soldados en los jardines del búnker, poco antes de suicidarse. El Führer usó niños como escudos humanos para protegerse. Empleó a aquellos menores enfervorizados como carne de cañón para que dispararan bazucas antitanques en la Batalla de Berlín.
En estos días vemos fotos de niños libios empuñando ametralladoras de juguete y gritando enfurecidos durante manifestaciones a favor de Gadafi en Trípoli. Ni corto ni perezoso, ya también Hugo Chávez tiene sus niños soldados en todas las primarias.
Juventudes Hitlerianas en Alemania, Komsomoles en la antigua Unión Soviética, Frente de Juventudes en la España franquista, los “Balilla” de Mussolini, la Unión de Pioneros en Cuba… ¿cuál es la diferencia?
Durante la Guerra del Pacífico, en las escuelas japonesas se distribuyeron cuentos para niños con pilotos suicidas como tema central. No pocos de aquellos aviadores casi niños salían reclutados de las aulas de secundaria. La figura del kamikaze fue promovida como algo digno de imitación.
Stalin no se quedaba atrás, y pedía a los niños que delataran a sus padres si estos hacían comentarios contrarrevolucionarios o actuaban contra el poder soviético. Lo confirma la historia del niño Pável Morozov, que delató a su papá, y luego fue asesinado por el resto de sus familiares. Sea o no verídica esta anécdota, lo cierto es que el poder soviético la usó profusamente para animar a los niños rusos a denunciar a sus mayores. El tema del niño Morozov dio lugar a una ópera, innumerables canciones, seis biografías, obras de teatro, estatuas del niño-mártir, lecturas obligatorias en primaria y hasta una película de Eisenstein sin estrenar.
El “morozovismo” es la pornografía infantil elevada a rango de política de Estado, pone a los niños en el disparadero de escoger entre el Gobierno y sus progenitores, como en el caso del balserito cubano Elián González, quien —supongo— no sabrá qué hacer con el recuerdo de su mamá ahogada en aguas del Estrecho de Florida.
La pedofilia política es una agresión mental a la infancia. Los niños no saben que son violados ideológicamente. Les han secuestrado la inocencia, les han pervertido el candor. Los padres callan o miran para otro lado, acoquinados.
¡Dejen a los niños ser niños, carajo!
@ Manuel Pereira, (México DF)/Cubaencuentro.com