El Cristo de la Universidad, (Córdoba), sobrecoge en su primera y muy austera estación de penitencia. La imagen mostró las heridas plasmadas en la Sábana Santa sobre un calvario de roca y con un mínimo friso de flores moradas
No hacía a sus pies ningún alarde barroco la madera, ni la plata posaba sus caprichos ni concedía alivios el terciopelo. Apenas un calvario áspero y desabrido, como las piedras en las que tuvo que desollarse las rodillas, del que brotaba la cruz, tal si fuese uno con la tierra a la que bajó para morir de esa manera.
Los más afortunados lo pudieron ver avanzar hacia la puerta, con la caricia de los cirios en la piel, aunque el común de almas que lo esperaba en la plaza del Cardenal Salazar lo vio por vez primera en la calle hundido hasta el sudario para salvar la puerta. Al poco sonó la campana del muñidor, la cruz campeaba otra vez y en ella aparecía muerto el Cristo de la Universidad, por primera vez tomando el aire, cálido en exceso, de la primavera de Córdoba.
ROLDÁN SERRANO.
El Cristo de la Sábana Santa, obra del imaginero Juan Manuel Miñarro, anoche en las proximidades de la iglesia de San Pedro Alcántara
El Cristo de la Universidad era en la calle sobre todo el retrato de un hombre muerto, y ante la muerte, aunque tenga la majestad de lo divino, no cabe el adorno. No era un símbolo, como la Virgen de la Presentación cuenta con el acero toledano el dolor de la profecía de Simeón, sino una fotografía positivada de la Sábana Santa, un retrato del natural que no necesita más que unos ojos que quieran mirar para entenderlo. No la teología, aunque la haya, sino la ciencia: la sangre reseca, los clavos, la corona de espinas, las heridas por las que se llega a la muerte como los ríos al mar. Y una muerte así tiene que sobrecoger y mover conciencias.
Inspiración renacentista
Alumbraban su paso cuatro altos hachones de cera tiniebla sobre blandones con un suave dibujo renacentista inspirados en la arquitectura de Hernán Ruiz II. El leve paso de madera oscura, de apenas un cuerpo, tenía una greca que bebía igual de la misma fuente y sobre él, un pequeño, mínimo, friso de iris y statice morados. Antecedía al Señor una pareja de acólitos cerifarios con ciriales de madera. Ni una concesión allí donde la crudeza de la muerte la hacía imposible.
Había en el cielo un botón imperfecto que todavía era una promesa más que una luna de Semana Santa y quedó parado el Cristo en mitad de la plaza mientras la Virgen de la Presentación pasaba la puerta. Hubo un momento que caminaron al mismo tiempo por obra y gracia de su pequeño cortejo de penitentes con capuchas, mientras los asistentes pensaban si no se movían con un mismo impulso creador. Una multitud los esperó en su camino por la Judería hasta su estación en el sagrario de la Catedral.
Por su camino, mientras el Cristo de la Universidad iba llegando, se imponía el silencio, porque apenas viéndolo una vez en las calles se comprende que no soporta más que un padrenuestro susurrado, que es inútil adornarlo con ofrendas de cualquier clase porque no se le puede retirar la mirada. Su autor, Juan Manuel Miñarro siguió, discreto, por varios lugares, al Cristo en que volcó tantos años de estudios de la Sábana Santa.
Enlutada y ausente, la Virgen de la Presentación añadía al cortejo la suavidad del signo, el dolor que se presiente más que se ve. No llevaba escolta de portadores de trípodes con tertulia en medio del cortejo, y su caminar elegante, espiritual y silencioso servía para comprender que tras tanto tiempo ha terminado la espera.
@Menos de las fotografías, salvo la de Roldán Serrano, LUIS MIRANDA, (Córdoba)/ABC.es