El son de la extorsión
Según me cuentan, quedan ya muy pocos negocios en Tampico que no sean extorsionados por los Zetas. En Ciudad Juárez, el pago de cuotas a pandilleros y delincuentes tiene proporciones casi epidémicas. En Monterrey, el Casino Royale puso de manifiesto la extensión y consecuencias letales de la práctica.
¿Qué nos pasó? ¿Por qué de unos años para acá los delincuentes decidieron que podían extraer rentas semi-permanentes de miles de personas, con sólo proferir algunas amenazas que la mayoría de las veces no tienen que cumplir? Por una sencilla razón: creció el miedo.
En un entorno donde la violencia es espectáculo, donde todos los días aparecen en avenidas transitadas cuerpos sin cabeza y cabezas sin cuerpo, donde hay secuestros masivos en carreteras federales, donde los delincuentes se rafaguean en espacios públicos, las amenazas de violencia se vuelven por demás creíbles. Y mientras más creíble sea la amenaza, menos violencia efectiva se tiene que ejercer para sacarle dinero a la gente. Dicho de otra manera, dado el clima de temor, los extorsionadores se volvieron más productivos: el ingreso obtenido por hora-sicario, por llamarlo de algún modo, aumentó. A nadie debe por tanto sorprenderle que se haya extendido la práctica, cuando cualquier rufián de poca monta puede pararse en un negocio, presentarse como Zeta o Templario (aunque no lo sea) y salir con cinco mil pesos.
¿Qué se debe hacer entonces para combatir la extorsión? Reducir la credibilidad de la amenaza ¿Y cómo se hace eso? La mejor alternativa es prevenir el mayor número posible de homicidios y secuestros, sobre todo aquellos de naturaleza particularmente pública. Para ello, se podría implementar una estrategia de disuasión focalizada, como esta o estas.
Pero en lo que eso sucede, hay varias maneras de incrementar los costos y riesgos que enfrentan los extorsionadores. Aquí les van dos posibilidades:
Los intocables: el gobierno federal, o hasta uno estatal, podría seleccionar un subconjunto pequeño de negocios (50, por dar un número) en alguna población y declararlos intocables. Cualquier amenaza o ataque en contra de las personas conectadas a los negocios seleccionados (el dueño, los empleados y sus familias) o las instalaciones sería objeto de atención especialísima de todas las dependencias pertinentes (policía, procuraduría, fuerzas armadas) y el grupo involucrado recibiría una sanción colectiva inmediata (cerrando narcotienditas o transfiriendo presos, por ejemplo). La lista se le comunicaría por anticipado a todos los grupos criminales relevantes (por la vía de las cárceles, por ejemplo) y se reforzaría el mensaje con algún distintivo en el negocio mismo (un letrero que diga “Aquí no pagamos cuota” o algo así). Idealmente, el criterio de selección sería el tamaño previsible de la cuota: la primera prioridad sería proteger a los negocios más grandes, a manera de bajar la rentabilidad promedio de la hora-sicario. La lista se ampliaría gradualmente conforme creciera la credibilidad del programa. Si la advertencia es comunicada adecuadamente y se cumple cuando se tuviera que cumplir, nadie tocaría a los intocables, logrando con ello liberar recursos para atender los demás casos, además de alterar el cálculo de riesgo y recompensa de los delincuentes, y sacar del juego a los bribones que se hacen pasar por miembros del crimen organizado (si alguien se presentara como Zeta en alguno de los negocios protegidos, su principal riesgo provendría no de la autoridad, sino de los propios Zetas).
La ratonera: la Policía Federal o alguna policía estatal podrían crear negocios fachada en localidades y giros particularmente afectados por el “derecho de piso” (digamos, un bar en Ciudad Juárez). Bien ubicado, el negocio atraería rapidamente la atención de los extorsionadores. Se les pagaría una o dos veces, obteniendo el audio y el video de la transacción. A la tercera, se detendría a los idiotas que se presentaran a cobrar y de jalón, a toda la célula. Pero allí no acabaría el asunto: la autoridad responsable iría entonces a los medios de comunicación y describiría con pelos y señales la operación: la existencia del negocio encubierto, las grabaciones., etc. Afirmaría además que se han montado centenares de negocios similares (aunque sólo fuera parcialmente cierto) y que nadie tiene la lista completa. A partir de ese momento, cualquier extorsionador potencial tendría el temor de estar entrando a una ratonera cada vez que se le ocurre ir a pedir cuota. Como mínimo, eso lo obligaría a realizar una investigación más a profundidad, a seguir al dueño o al administrador durante días y días, etc. Y aún así no eliminaría la incertidumbre. Resultado: más riesgo y más esfuerzo por la misma recompensa.
Como estas, hay muchas otras medidas posibles, algunas de aplicación general, otras circunstritas a giros, modalidades o municipios específicos. Pero el principio básico es el mismo: hay que obligar a los delincuentes a sudar por su dinero. Hoy, en México, no hay delito más sencillo que la extorsión. Ni siquiera requiere mostrar un arma: basta con una llamada amenazante para extraerle dinero a una sociedad aterrorizada. Y mientras no se las pongamos un poquito más difícil, mientras no les generemos alguna sensación de riesgo, cualquier bribón va a poder apoderarse del trabajo de muchos con sólo mostrar una carota de esbirro y un tatuaje de la Santa Muerte.