Queridos hermanos y hermanas:
La gran fiesta de María Inmaculada nos invita cada año a encontrarnos aquí, en una de las plazas más bellas de Roma, para rendir homenaje a Ella, a la Madre de Cristo y Madre nuestra. Con afecto saludo a todos ustedes aquí presentes, como también a cuantos están unidos a nosotros a través de la radio y la televisión. Y les agradezco por su coral participación en este, mi acto de oración.
En la sumidad de la columna que hoy coronamos, María aparece representada por una estatua que en parte evoca el pasaje del Apocalipsis apenas proclamado: “Y apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza” (Ap 12,1). ¿Cuál es el significado de esta imagen? Ella representa al mismo tiempo a la Santísima Virgen y a la Iglesia.
Antes que nada la “mujer” del Apocalipsis es María misma. Ella aparece “vestida de sol”, es decir vestida de Dios: la Virgen María en efecto está completamente circundada por la luz de Dios y vive en Dios. Este símbolo de la túnica luminosa claramente expresa una condición que alude a todo el ser de María: Ella es la “llena de gracia”, plena del amor de Dios. Y “Dios es luz”, dice también san Juan (1 Jn 1,5). Es por eso que la “llena de gracia”, la Inmaculada” refleja con toda su persona la luz del “sol” que es Dios.
Esta mujer tiene bajo sus pies la luna, símbolo de la muerte y de la mortalidad. María, en efecto, está completamente asociada a la victoria de Jesucristo, su Hijo, sobre el pecado y sobre la muerte; está libre de toda sombra de muerte y totalmente llena de vida. Porque la muerte ya no tiene poder sobre Jesús resucitado (cfr Rm 6,9), así, por una gracia y un privilegio singular de Dios Omnipotente, María la ha dejado tras de sí, la ha superado. Esto se manifiesta en los dos grandes misterios de su existencia: al inicio, al haber sido concebida sin pecado original, que es el misterio que celebramos hoy; y, al fin, al haber sido elevada en alma y cuerpo al Cielo, en la gloria de Dios. Pero también toda su vida terrena ha sido una victoria sobre la muerte, porque la ha gastado por entero al servicio de Dios, en la oblación total de sí a Él y al prójimo. Por esto María es en sí misma un himno a la vida: es la creatura en la que ha quedada cumplida la palabra de Cristo “yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
En la visión del Apocalipsis hay otro particular: sobre la cabeza de la mujer vestida de sol hay “una corona de doce estrellas”. Este signo representa las doce tribus de Israel y significa que la Virgen María está al centro del Pueblo de Dios, de toda la comunión de los santos. Y así ésta imagen de la corona de doce estrellas nos introduce a la segunda gran interpretación del signo celeste de la “mujer vestida de sol”: además de representar a la Santísima Virgen, este signo representa a la Iglesia, la comunidad cristiana de todos los tiempos. Ella está encinta, en el sentido de que lleva en su seno a Cristo y lo debe hacer nacer al mundo: ese es el parto de la Iglesia peregrina sobre la tierra, que en medio a las consolaciones de Dios y a las persecuciones del mundo debe llevar a Jesús a los hombres.
Es por este motivo, porque lleva a Jesús, que la Iglesia encuentra la oposición de un feroz adversario, representado en la visión apocalíptica por un “un enorme Dragón rojo” (Ap 12,3). Este dragón ha buscado inútilmente devorar a Jesús – el hijo varón que debía regir a todas las naciones” (12,5) –inútilmente porque Jesús, con su muerte y resurrección, fue elevado hasta Dios y hasta su trono. Por este motivo el dragón, derrotado de una vez por todas en el cielo, dirige sus ataques contra la mujer – la Iglesia – en el desierto del mundo. Pero en cada época la Iglesia es sostenida por la luz y por la fuerza de Dios, que la nutre en el desierto con el pan de su Palabra y de la santa Eucaristía. Y así en cada tribulación a través de todas las pruebas que encuentra en el curso de los tiempos y en las diversas partes del mundo, la Iglesia sufre persecuciones, pero resulta vencedora. Y de este modo la Comunidad cristiana es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del egoísmo.
La única insidia de la cual la Iglesia puede y debe tener temor es el pecado de sus miembros mientras en efecto María es Inmaculada, libre de toda mancha de pecado, la Iglesia es santa, pero al mismo tiempo marcada por nuestros pecados. Por esto el Pueblo de Dios, peregrino en el tiempo se dirige a su Madre celeste y le pide su ayuda; la pide para que Ella acompañe el camino de fe, para que aliente el compromiso de vida cristiana y para que lo apoye en la esperanza. Lo necesitamos, sobre todo en este momento tan difícil para Italia, para Europa, para varias partes del mundo. Que María nos ayude a ver que hay una luz más allá de la capa de niebla que parece envolver la realidad. Por esto también nosotros, especialmente en esta celebración, no cesamos de pedir con filial confianza su auxilio: “Oh María concebida sin pecado ruega por nosotros que recurrimos a Ti”. Ora pro nobis, intercede pro nobis ad Dominum Iesum Christum!