Excelencias, queridos caballeros y damas, aspirantes a la investidura caballeresca, hermanos y hermanas todos.
1. La Sagrada Escritura concibe a veces la vida cristiana como un combate; lo hemos escuchado en la primera lectura, al describir la azarosa travesía del desierto por el pueblo elegido en tránsito hacia la tierra prometida, donde tuvo que enfrentarse, con el miedo al cuello, con las tropas del Faraón. También el salmo nos ha ubicado ante la fiereza de los enemigos. Por eso, san Pablo, en la carta a los efesios, nos dice:
"Ahora, hermanos, fortaleceos en vuestra unión con el Señor y su fuerza poderosa. Protegeos con toda la armadura que habéis recibido de Dios, para que podáis manteneros firmes contra los engaños del diablo. Porque no estamos luchando contra gente de carne y hueso, sino contra malignas fuerzas espirituales del cielo, que tienen mando, autoridad y dominio sobre este mundo lleno de oscuridad" (Ef 6,10-12).
Nos encontramos, pues, en una disyuntiva: ante Dios y Satanás; frente al camino del bien y del mal; atrapados entre las tinieblas y la luz. Nuestra vida es una "agonía", en su sentido original griego: una lucha, la que vosotros, quienes estáis a punto de ser inves-tidos caballeros, vais a trabar a partir de hoy mismo.
Esta lid espiritual es el equivalente actual a las hazañas guerreras de nuestros mayores de la Edad Media, pero no es menos violenta, puesto que exige un cuidadoso trabajo de educación del corazón, de los sentimientos y del pensamiento; se trata de una "conver-sión", es decir, de un "girarse" hacia Dios como Padre, Señor y Salvador, renovando la consagración bautismal como lo hacían los monjes-guerreros del Temple con los votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia.
2. ¿Contra qué Faraón cabrá que luchéis hoy? Pues contra los demonios interiores que perturban la paz; la increencia violenta e intolerante; el abuso de la fuerza contra los po-bres a través de la injusticia; la corrupción que carcome las instituciones al servicio del pueblo; frente a quienes azotan sin piedad a la comunidad cristiana que trata de ser ins-trumento de salvación de la humanidad, siguiendo a Cristo, luz del mundo y sal de la tierra; contra la falta de diálogo y comprensión entre las religiones y los pueblos; la falta de misericordia evangélica en la Iglesia, que lleva a muchos a abandonar el redil del Buen Pastor, porque sus heridas no han sido curadas como necesitaban.
Combatiréis con la armadura de las virtudes que, según Ramon Llull, todo caballero debe saber y practicar; "virtus" significa en latín "fuerza". Se trata entonces de las fu-erzas que nos sostienen en el camino del seguimiento de Señor en el orden de caballería: las virtudes teologales, que nos asemejan a Cristo Maestro, la fe, la esperanza y la ca-ridad; y las virtudes cardinales, que nos convierten en personas acabadas: la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza. En el precioso manuscrito de la biografía de Ra-mon Llull, el Breviculum de Karlsruhe, se muestran las mesnadas de caballeros, ar-mados con las lanzas de las virtudes, embistiendo contra la fortaleza enemiga. Dejad que el Espíritu de Dios trabaje en vuestros corazones, para que seáis "testimonios de la luz", como Juan el Bautista. Recibid en la mansión del corazón la Palabra de Dios hecha carne para convertiros en "imagen viva de Cristo" (Rm 12,1). Resplandecientes así con las virtudes, contemplad su gloria, Él que está "lleno de amor y de verdad".
3. Y entonces, ¿dónde están actualmente Jerusalén y Tierra Santa que custodiar y de-fender? Pues dondequiera que se luche por un mundo nuevo basado en los criterios del Reino de Dios, en cualquier frontera donde se juegue el destino de la humanidad. Tierra Santa y Jerusalén están también donde la Iglesia, la "nueva Jerusalén bajada del cielo" que nos evoca el libro del Apocalipsis (Ap 3,12); Ella es la esposa radiante del Cordero degollado y somos miembros de ella por la fe, los sacramentos y el amor fraterno. Sa-bemos bien que, como decían los Padres de la Iglesia, ésta es una "prostituta santa", a causa de los pecados de sus miembros, aunque está transida por la gracia de Cristo. El Temple también ha sido víctima de la injusticia eclesiástica, y de la cobardía y la ve-nalidad de sus dirigentes, pero no podemos vivir fuera del Cuerpo histórico de Señor; por añadidura: es preciso saber perdonar y debemos defenderlo en estos momentos de debilidad y de acoso, solidarizándonos con sus miembros dolientes, con valor, genero-sidad y arrojo.
4. Nos sostiene la potencia de la gracia que hemos recibido en el bautismo y que se refuerza en la eucaristía y la penitencia, en la lectura de la Palabra divina y en la her-mandad. No estáis solos ante el enemigo; ¡no tengáis miedo! Non nobis, Domine. Sí, es Cristo quien vive en nosotros, queridos aspirantes. Exclamemos entonces con san Pablo, pletóricos de fe: "¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿El sufrimiento, la an-gustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la muerte violenta...? Como dice la Escritura: “Por causa tuya estamos siempre expuestos a la muerte; nos tratan como a ovejas llevadas al matadero.” Pero en todo esto salimos más que vencedores por medio de aquel que nos amó" (Rm 8,35-37).
La cruz roja, roja por la sangre de Cristo, nuestra fuente de vida, que llevaréis impresa en el manto, es vuestro bausante y vuestra divisa: es la cruz que florece el día de Pascua, el trono de Cristo Rey, el escaparate del Resucitado, porque de su corazón atravesado brotan sangre y agua, vivificándolo todo. Por eso, erraréis si os empeñáis sólo en iden-tificar enemigos; hacer el recuento de los adversarios es, simplemente, un ejercicio de realismo. Afanaos más bien en hacer el elenco de vuestros aliados: el primero Cristo, el Señor, nuestra fuerza primordial, y con él la eucaristía, donde tomáis su Cuerpo y San-gre verdaderos; luego la Iglesia y la hermandad, vuestro refuerzo y refugio; también la muchedumbre de quienes han sido fieles al Señor y ahora gozan de su gloria. Sí, non nobis, Domine! A Cristo Jesús, pues, sea dada por siempre la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.