Queridos diocesanos:
La fiesta de la Anunciación del Señor del 25 de marzo nos coloca ante el misterio de la humanidad del Hijo de Dios. La carne de Jesucristo es la humanidad que Dios quiso para su Hijo, que se encarnó en las entrañas de María y nació como un hombre cualquiera. Desde entonces Dios es prójimo nuestro y cada uno de nosotros prójimo de Dios.
Esta fiesta, titular de tantas catedrales e iglesias nos ofrece la ocasión para reflexionar sobre el misterio de la vida y el prodigio de su transmisión, justo en este tiempo, cuando son tantas las amenazas que acechan a la vida humana. Es cierto que el desarrollo de las sociedades modernas ha logrado frenar la antigua mortandad de la infancia, y que hoy ya no se arriesga la vida de la madre para poder dar a luz al hijo que lleva en su vientre. Algo bien distinto de lo que sucede en las sociedades mantenidas en el subdesarrollo, o todavía en lento proceso de desarrollo. Son millones de seres humanos desvalidos e indefensos los que sucumben a la desnutrición, falta de medicamentos y salubridad, y a las muchas infecciones, entre las que se encuentra el flagelo del sida contraído por los padres.
El contraste, sin embargo, no está sólo entre el primer mundo y el mundo del subdesarrollo. El contraste es también nota característica del primer mundo. Los seres humanos que nacen bajo el signo de la protección vienen al mundo mientras otros son suprimidos en el vientre de sus madres. La brutal plaga del aborto ha generado en nuestro país, en poco más de una docena de años, la escalofriante cifra de tres millones de víctimas, los niños que nos faltan. Lo sucedido en estos años debería servir para no empeorar las cosas más de lo que ya están, pero hay quienes parecen querer llevar la legislación a la práctica libre del aborto, proyecto al que, por el momento, gracias a Dios, no se presta la atención que reclaman sus defensores.
Nada ha mejorado con un plan laico de supuesta educación sexual de adolescentes y jóvenes, garantizada como una iniciación a la “práctica segura del sexo”. Muy, por el contrario, este plan ha conseguido trivializar la sexualidad, aumentar la gravedad moral del estado de la juventud. Se dijo que disminuirían los abortos, pero han aumentado dándole al fenómeno una gravedad que, si no se ve, es porque se padece ceguera.
Por si fuera poco, se ha elaborado una ley sobre manipulación de embriones que no lograr encubrir los intereses reales de la proclamada finalidad terapéutica. Hay científicos que han sido claros al decir que se trata de una práctica poco fiable en sus resultados y, aún así, no se duda en legalizar una manipulación de los embriones que es lesiva de la dignidad humana, porque nadie ha de venir al mundo para servir de instrumento terapéutico a nadie. Cada ser humano ha sido querido por Dios por sí mismo, incluso cuando le ha faltado el amor humano.
Lo más grave que encierra el texto de esta ley es el desprecio de los embriones desechables, una práctica que nos permite constatar hasta qué nivel ha llegado la falta de protección de la vida, siendo así que, en efecto, “todos fuimos embriones”. Los legisladores católicos, si han de ser fieles a su conciencia moral, tienen el deber de hacer cuanto esté a su alcance para garantizar la protección del embrión, oponiéndose a este tipo de leyes antihumanistas.
Si se deja fuera de consideración que el ámbito natural de la procreación de la vida es el matrimonio, y que éste se da sobre la base de la diferenciación de los sexos y su complementariedad, entonces, tal como han dicho los Obispos cargados de razón, es que “se extiende una cultura que oscurece datos antropológicos fundamentales”, una cultura que atenta de hecho contra las evidencias más palmarias y universales de la humanidad. Todas las culturas conocen el significado de las palabras “padre” y “madre”, que surge del concurso de los sexos en la procreación de la vida, en su cuidado y defensa, que se prolonga por obra de la familia, regazo natural del ser humano, en la educación de la infancia y de la juventud.
La Iglesia, a pesar de las acusaciones de sus enemigos tópicas y manidas hasta la saciedad, no se opone al desarrollo científico. La Iglesia se opone a encubrir bajo la capa de la ciencia lo que es pura manipulación del ser humano más débil e indefenso a manos de la llamada “ingeniería genética”. La Iglesia no se opone a la investigación con células madre, se opone a que estas células sean embrionarias si la experimentación con las mismas supone de hecho la destrucción del embrión humano. La Iglesia defiende a los débiles, y en situación de debilidad está el ser humano concebido y en estado de embrión, igual que lo están el enfermo y el anciano. La Iglesia se preocupa por las víctimas de la guerra y el terrorismo y cuida a los enfermos de sida. Su compromiso por la paz y el desarrollo de los más necesitados está bien probado. La descalificación de la voz libre y profética de la Iglesia en defensa del ser humano y de su dignidad no es inocente ni desinteresada.
Por todo esto, la Iglesia nos recuerda que encarnación del Hijo de Dios nos descubre el fundamento divino de la humanidad del hombre. Conviene recordar las palabras del Vaticano II cuando afirma que “el misterio del hombre sólo se esclarece a la luz del Verbo encarnado”. La encarnación del Verbo de Dios nos descubre la condición sagrada de la vida y nos advierte de que cualquier atentado contra ella va directamente contra su Creador porque va contra el hombre creado por Dios.
Con mi afecto y bendición.
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
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