Cartas de un judío a la Nada
Soria, España, invierno de 1136Es común en el pensamiento de todas las naciones de la Tierra la idea de que los seres humanos sólo encontramos la plenitud cuando el Destino nos presenta a la Persona Amada. Cada uno de nosotros está destinado a amar a alguien, pero son pocos los que tienen la suerte de hallar ese amor y ser correspondidos. Yo soy uno de los que desanda las edades buscando aquella secreta mujer que alguna vez los cielos me prometieron. Pero no soy el único al que el amor condenó a la Eternidad.
Aquella noción me llegó como muchas otras, por las venas ocultas del pensamiento y el arte de los hombres. Hubo primero una canción que hablaba de una doncella y su pañuelo. Un cuadro, que representaba a una capilla en lo alto de un lóbrego monte, rodeada de cuervos y lobos hambrientos. Luego un hombre me contó, en un viaje del que este es mi único recuerdo, que en cierta ocasión los Españoles habrían batallado contra la Orden del Temple, esa enigmática orden de caballería de la cual he hablado en otras cartas. Seguí los rumores como un rastro tenue sobre la hierba, empapándome de las historias de este pueblo tan ávido de fantasías. Pero detrás de todas las leyendas y los mitos yacen las verdades más profundas y determinantes de la historia humana. Y no era el único que lo sabía. Había alguien siguiéndome los pasos.Llegué a estas tierras cuando aún el sol estaba alto en el horizonte. Mi caballo había recorrido ya largos caminos, pero su vigor era mucho más grande que estas intensas fatigas. Seguimos avanzando toda la jornada, internándonos entre los montes de la región, siguiendo el inseguro trazo que marcaban mis corazonadas, buscando algo que no sabíamos qué era. Hasta que en cierto momento, sobre las escarpadas laderas de aquel monte, vimos la capilla. Era, sin dudas, de origen Templario, con las cruces griegas talladas en la piedra y su forma originalmente circular. Subí como pude por aquella montaña sin senderos, sin darme cuenta de que la noche llegaba en el momento en que yo alcanzaba la cima. En algún momento me pareció ver una sombra que se movía en las rocas de más abajo, pero el brillo de la Luna llena no era lo suficientemente intenso como para distinguirlo bien. Detrás de la capilla había un vasto cementerio, las tumbas castigadas por el tiempo habían sido talladas en madera y los nombres de aquellos muertos se habían perdido para siempre. Dentro de la capilla había varias criptas de piedra, y los nombres de capitanes y generales se resistían al paso de los siglos. Algunos nombres eran de origen galo, otros sajones. Había muchos nombres latinos, seguramente españoles. Miré las inscripciones, los símbolos, la disposición de las tumbas, tratando de adivinar qué era lo que había sucedido en aquel lugar. Alguien me dijo que había sido una guerra entre los Templarios y los españoles. Pero los cuerpos yacían unos junto a otros, como si fueran del mismo ejército. Algo interrumpió mis pensamientos: el relincho de mi corcel.Salí de la capilla para ver cómo el animal se alejaba completamente desbocado. Me pregunté qué habría podido espantarlo de semejante modo. Miré a mi alrededor, pero todo era quietud. Hasta que de pronto, desde la profundidad de sus antiguas tumbas, comenzaron a emerger los espectros. Eran pálidas figuras de caballeros e infantes, vestidos con pesadas armaduras y empuñando espadas melladas por miles de guerras. Se miraban con odio, ignorándome, esperando alguna secreta señal. Y entonces apareció ella. No salió de una tumba, emergió del bosque como si perteneciera a otra historia, como si estuviera por encima de los pleitos de los hombres. Apenas la vi lo supe, era la mujer del pañuelo. Su presencia era la señal, los hombres comenzaron a batallar y los fantasmagóricos corceles de guerra salieron de la nada a buscar sus jinetes. La batalla era cruenta, furiosa, desenfrenada. La bestialidad de los soldados era inmensa, como si la desesperación de no poder matar a sus oponentes ya muertos no hiciera más que excitar su odio. El terror de aquellas visiones es indescriptible, me sentí atrapado por un mundo de pesadillas donde nada era real y todo deseaba desesperadamente la muerte. Los espectros me atravesaban, me golpeaban, intentaban lastimarme sin poder hacer mella en mí. Pero el frío de su contacto me helaba la sangre y apartaba de mi corazón toda noción de esperanza. Entonces, apareció él. Era el hombre que me estaba siguiendo desde que regresé a España. Estábamos los dos tras el mismo rastro. El hombre caminó por entre los espectros soportando los horrores sin inmutarse, el único realmente vivo entre nosotros, seres eternos. Llegó junto a mí y me dijo algo, pero ya era tarde. Emergió el primer rastro de sol y todo volvió a la normalidad.Ahí estábamos nosotros, en medio de aquel cementerio. El hombre tuvo la delicadeza de explicármelo todo. Trescientos años atrás los Templarios habían llegado a Soria con la intención de proteger a los peregrinos. El rey les cedió dominio sobre este monte, que ahora lleva el nombre de “Monte de las ánimas”. Pero los nobles de Castilla no estuvieron de acuerdo con la generosa cesión de tierras, por lo que se decidieron a expulsar a los caballeros. La batalla fue terriblemente sangrienta para ambos bandos, así que el rey intervino declarando maldita la montaña. Los cuerpos exánimes de los dos bandos fueron enterrados en la capilla que elevaron los Templarios. Ahora el monte era dominio de cuervos, lobos y fantasmas.Pero en medio de la guerra, una mujer que nada tenía que ver con ninguno de los dos ejércitos, encontró la muerte por accidente. Estaba allí porque cierto oráculo le había predicho que en ese monte encontraría al amor de su vida. El señalado era aquel hombre. Cuando mencionó el nombre de la muchacha, Beatriz, su espectro apareció. El hombre tomó el pañuelo y su cuerpo cayó sin vida al suelo. Pero me pareció ver, entre las brumas de la mañana, dos espectros que caminaban juntos hacia el sol.Nemuel Delam.El judío errante.
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