Caja Rural edita la primera tesis sobre la toponimia de un pueblo extremeño, Olivenza
Manuel Martínez defiende que la toponimia es la historia de los hombres sin historia
Los nombres de lugar forman parte del patrimonio cultural, como el folklore o los monumentos .En 1972 le sugirieron al profesor de portugués de la Universidad de Granada, Manuel Martínez, que dedicara su tesis doctoral al estudio del único pueblo de España donde se hablaba la lengua de Camões: Olivenza. En su primera visita al pueblo, abordando a diversas personas en bares y comercios, comprobó con asombro que nadie le hablaba en portugués. Alguien debía haber informado mal a su maestro, Manuel Alvar, y a su director de tesis, Antonio Llorente Maldonado. En la fonda donde se hospedó aquella noche la propietaria quiso saber el motivo de la visita.
-Pierde usted el tiempo -le espetó-. Aquí nadie habla el portugués.
Al irse a acostar, una vez en su habitación, escuchó asombrado desde detrás de la puerta cómo la misma señora le daba instrucciones a la cocinera para la comida del día siguiente... en portugués. ¡Allí había gato encerrado! Después de haber desistido de su empeño, el profesor Martínez cambió de opinión. Descubriría aquel misterio. Para ello tuvo que desplazarse todos los fines de semana desde Granada a Olivenza, durante dos años lectivos, en un viejo 'Dos caballos'. El resultado, en 1974, la tesis titulada 'El enclave de Olivenza, su historia y su habla'. Al final dejaba pendiente el estudio sociológico del portugués oliventino, los motivos por los cuales su patrona y convecinos no hablaban portugués en público con extraños, pero sí entre ellos y en la intimidad. Pero abordaba el estudio del léxico, la fonética, la sintaxis y la morfología del portugués oliventino. Y de forma más detallada, en conexión con la historia de la localidad, se investigaba también la toponimia menor, el origen de los nombres de aldeas, fincas, dehesas, cortijos, caminos, veredas, montes, arroyos, riveras, etc.
La Universidad de Granada publicó en 30 páginas un resumen de su tesis, 500 folios mecanografiados. Veinte años después el Ayuntamiento de Olivenza le ofreció publicarla íntegra. Para entonces el Dr. Martínez ya se había jubilado. Actualizó sus conclusiones sobre el origen templario del enclave en un libro titulado 'Olivenza y el Tratado de Alcañices' (1997). Sus visitas a la Biblioteca y Archivo Histórico Municipal de Olivenza eran intermitentes. En el transcurso de ellas llegué a trabar una gran amistad con el profesor Martínez. Revisando para su publicación los capítulos dedicados a la toponimia oliventina le sorprendió la muerte, en 2007. Nos sentimos moralmente obligados a culminar su tarea, y el resultado es 'Por los campos de Olivenza'. Mariano Señorón, presidente de Caja Rural Extremadura, declara en su prólogo: «Hay muchasmaneras de estar cerca de agricultores y ganaderos, no solo financieramente. Este libro es una de ellas. La Caja quiere poner en valor, además del trabajo y el ahorro del mundo rural, su cultura, su vocabulario propio, su idiosincrasia. Me siento orgulloso de haber enriquecido la bibliografía local y regional con un estudio que tanto puede interesar a un catedrático de Universidad como al último y más humilde de nuestros hombres de campo».
Psicoanálisis colectivo
'Por los campos de Olivenza' es un paseo que nos invita a caminar y reparar en eso, tan humilde e intrascendente en apariencia, que son los nombres de las fincas. Viejos nombres escritos en las porteras de manera tosca, en hierro forjado o coloridos azulejos. Manuel Martínez nos hace sentir cada topónimo como el fruto jugoso que pende de la rama y arrancamos para saborearlo recién cogido. Pero ese fruto está regado por la savia de un árbol frondoso, con muchas ramas y hondas, antiguas raíces. Martínez escarba en las raíces de ese viejo árbol hasta identificar el étimo, la remota paternidad del vocablo en cuestión. Leer este libro es viajar hacia atrás en el tiempo, escuchar el latido ancestral que transmite el idioma a través de los viejos topónimos auscultados por el fonendo del médico-filólogo.
El Dr. Martínez defiende la superioridad de la toponimia y de la etnografía sobre la historia cuando lo que se trata es de captar aquel vivir lento y silencioso de las generaciones, reivindicado por Unamuno: «Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que como la de las madréporas suboceánicas echa las bases sobre que se alzan los islotes de la historia. Sobre el silencio augusto se apoya y vive el sonido; sobre la inmensa humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la historia».
La toponimia, viene a decirnos Manuel Martínez, es la historia de los hombres sin historia. Presta los mismos servicios que el psicoanálisis, con la diferencia de que éste atiende al subconsciente individual, y aquél al colectivo. En sus propias palabras: «El cuadro histórico que dibujan los topónimos es anónimo, sin héroes ni grandes protagonistas individuales. En la toponimia no existen personalidades, como en el relato histórico. Ése no es su objetivo. Los topónimos dibujan solo el vivir colectivo de un modo fragmentario, pero con un grado de certeza que supera al de la historiografía. Los topónimos que hemos analizado vienen a ser como las partes de un edificio humano que el tiempo ha derrumbado y que hemos vuelto a ensamblar, colocando cada parte en el lugar que ocupó originariamente. Así dispuestas las piezas, se nos abre el pasado oculto a la memoria de la historia en su forma original».
La toponimia menor oliventina es un fiel reflejo de los diversos pueblos que han desfilado por aquellas tierras. «Todo pasa y todo queda.». De sus pobladores prerromanos solo ha quedado un nombre de lugar arabizado, el del río Alcarrache. La presencia de Roma queda patente en la organización material de la casa. El artículo árabe en otros topónimos, como Alconchel, Alparragena y Táliga («la exenta»), nos indican que al tiempo de la Reconquista su arabización era total. El híbrido Montxaire/Monjara, mitad románico y árabe, simboliza el estado lingüístico de la región durante el período musulmán.
La huella del Temple es intensa, y tiene un inconfundible carácter de cultura medieval y francesa (Olive-entia.) Este sufijo, divulgado por los medios culturales ultrapirenaicos y recuerdo del Midi francés, nos aparece también en La Provenza o Alor, el hueso más difícil de roer en la toponimia oliventina. Servando Rodríguez defiende una interpretación de este orónimo apoyada no en la historia, sino en la geología. Se trataría de un derivado de Lora o Lura, «cueva». Al Temple sigue un corto período de dominio castellano que deja escasas huellas: Monteluengo, El Guijarral.
Por último, vienen las levas de campesinos portugueses procedentes de las tierras próximas del Alentejo y las Beiras, como se deduce del léxico y la fonética. La dominación portuguesa, prolongada durante casi cinco siglos y más reciente, es la que ha dejado más huellas en la toponimia. Todas las vicisitudes de la vida de un municipio medieval tienen cabida en ella. La división del término por los sexmeros se refleja en la ubicación radioconcéntrica de las aldeas, en las formas rectangulares de las coirelas, en la denominación de las pequeñas parcelas, sortes. La organización militar en sus atalayas y en el recuerdo de su abanderado, Quinta do Alféres. Las propiedades del municipio en las coitadas. Los mercados rurales en los azoches. Los litigios fronterizos con Castilla en la Referta y en el Arroyo de Sietesesos.
El paisaje natural, el anterior a la explotación intensiva de sus tierras, podemos adivinarlo a través de topónimos como Freixial, Sobral, Os Manchões, As Pintas, etc. La preferente actividad agraria de sus habitantes se manifiesta a través de apelativos llenos de afecto: Bufoas, Veladas, Passarinho, Amichoa, Poisoas, etc. Mientras que la ausencia de topónimos referentes a la vida ganadera es muy significativa, son muchos los indicios que apuntan a una producción agrícola variada. El enclave tenía que satisfacer la totalidad de las necesidades de sus habitantes, o al menos las más elementales. Había tierras destinadas al cultivo cerealista (Valdecebadar), a las legumbres (Valdegrau) al viñedo (Borrachinas, Viña de Los Matos) y a las fibras textiles (Valdelinares).
Las formas de convivencia propias de una sociedad donde todos sus miembros se conocen al detalle, tanto en vicios como en virtudes, y los defectos se satirizan con aspereza y brutalidad, se perciben en aquellos topónimos, precisamente los más abundantes, que llevan como apelativo el mote con que se caracterizaba y zahería a sus propietarios: Val de la Gaga, Bode, Rochador, Marranota, Mizurados, Faleros. Marruá, Vacharéis, etc. La malicia y el humor de esta sociedad también se deja ver en topónimos como Soplabollos, Escarramón, etc. Otras propiedades llevan nombres que corresponden a personajes de carne y hueso, un día vivos: Carniquiñas, Gama, Abugones, Gudiños, Magalloa. Las preferencias religiosas de los oliventinos se perciben en As Chagas, y los santos de mayor advocación en los nombres de sus aldeas: San Jorge, San Benito y Santo Domingo.
Seña de identidad
Por razones que fácilmente podemos intuir, las investigaciones sobre toponimia han gozado y gozan de gran tradición en Cataluña y el País Vasco. En nuestra región, por el contrario, el estudio de Vicente Paredes Guillén 'Origen del nombre de Extremadura' (1886) fue el único durante un siglo. La tesis de Manuel Martínez, ahora parcialmente publicada por la Caja Rural, tiene el honor de haber sido la primera realizada sobre la toponimia de un pueblo extremeño.
Algunos años después, y gracias a la creación de la Universidad de Extremadura, se realizaron diversas tesinas y tesis sobre la toponimia de otros pueblos y comarcas de Extremadura. Conocemos la de Eduardo Barajas Salas sobre Villanueva del Fresno (1976), la de Santiago López sobre Fuente del Maestre (1986), la de Mercedes Sande sobre Alcántara (1997), la de Purificación Suárez sobre Tierra de Barros (1999), la de Antonio Mª Castaño sobre La Serena (1998) y la de J. Casillas Antúnez sobre Coria (2008). Aparte de diversos artículos sobre toponimia publicados en la Revista de Estudios Extremeños, hoy disponemos de una primera visión global de la toponimia mayor de la región gracias a 'Los nombres de Extremadura' (2004), de Antonio Mª Castaño. Pero el mismo autor, como especialista, reconoce que es campo en el que todavía queda mucho por hacer.
Y es que los nombres de lugar forman parte de nuestro patrimonio cultural, como los monumentos, la gastronomía o el folklore. La toponimia constituye una de las señas de identidad más perdurables y fidedignas del ser regional. Los topónimos son como fósiles en los que han ido quedando grabados sedimentos de nuestra historia, costumbres, instituciones y devociones. Evocan, como hemos visto en el microcosmos oliventino, el pasar de los diversos pueblos y civilizaciones, flora y fauna, vegetación y paisajes ya desaparecidos, actividades económicas preferentes y hasta los prejuicios y las mentalidades, en esos pintorescos motes llenos de mala uva.
Ese patrimonio intangible y tantas veces inadvertido que es la toponimia hoy día está también amenazado de pérdida y adulteración. Al circular por las carreteras locales de Extremadura, entre dehesas y viejas paredes de piedra, no es raro sorprender las asechanzas de la modernidad en forma de nombres extravagantes y arbitrarios, sin anclaje alguno en la tradición. Como muy bien dice en su prólogo el presidente de Caja Rural, Mariano Señorón: «Conocer el origen, la evolución y el significado de nuestra toponimia rural es el primer paso para que seamos conscientes de esa riqueza, y entre todos ayudemos a preservarla».
@LUIS ALFONSO LIMPO PÍRIZ/Hoy.es