JOSE MA RUIZ DE LlHORY nos dejó retazos de una hermosa leyenda romántica.
Trata ésta sobre los desgraciados amores de un caballero templario y una bella
musulmana.
Toda la acción se desarrolla entre los burgos medievales de Benasal
y Culla, en los alrededores de la antigua ermita de Nuestra Señora de Gracia (levantada sobre las ruinas de la que fue. en tiempo de los moriscos. una pequeña
mezquita). junto al manantial del macizo del Moncatí (Montcatil) y su tranquila
alberca y en las recogidas oquedades de la cueva del Antebrusco.
El relato. poco conocido por nuestros compatriotas y menos aún por los medios literarios, es apenas recordado por alguna de las personas más longevas de
estas poblaciones que, rebuscando entre las brumas de su memoria, me han
contado breves e inconexos, pero sin duda inestimables matices de esta extraordinaria historia.
La tradición recoge los amorios de una hermosa agarena "de talle esbelto y
figura gallarda. con un adorable rostro animado por dos ojos oscuros llenos de
dulzura y gracia. unos labios rojos y hechiceros. y unos ondulados y hermosos
cabellos castaños". Oras. que tal es el nombre de nuestra protagonista. mantiene
un trágico romance con un caballero templario: Artal de Asens.
Oras es hija de un rico hacendado musulmán que habitaba en un pequeño
poblado. en las cercanías de la mencionada ermita. Artal es un monje-guerrero
destinado al castillo de la Mola. en la parte más elevada de la villa de Culla.
Un fugaz y casual encuentro al cruzarse en un sendero. un ruboroso y estudiado recato. una mirada hechicera llena de promesas y de misterio hacen que
nuestro caballero olvide sus votos y busque cualquier pretexto para acercarse a
los alrededores de la capilla y de la fuente con la secreta esperanza de volver a ver.
una vez más. el alma de sus sueños.
El destino les muestra su rostro más amable y lisonjero y así. después de cruzarse a menudo en los caminos y de intercambiar otras miradas y otros velados
suspiros. y contando con la complicidad de una sirviente de la familia de Oras.
los protagonistas de nuestra historia pueden confesarse su mutuo amor junto
al fontanar del Moncatí, bajo las tupidas frondas de los gigantescos laureles y
olmos que crecían , desde tiempo inmemorial. en las riberas del pequeño lago.
Protegidos por la penumbra de la gruta del Antebrusco, se olvidan del mundo
y de todos sus convencionalismos y apuran la agridulce copa de sus imposibles amores. Ni la raza, ni la oposición paterna, ni los votos de castidad, hechos por
el caballero al ingresar en el Temple, son obstáculo alguno para los enamorados.
Todo fue hechizo y felicidad hasta que el Prior de la Orden entrega al templario
Artal unos importantes legajos para que los lleve en custodia hasta el castillo de
Peñiscola.
Un último y apasionado encuentro junto a las tersas y cristalinas aguas de la
charca, un medallón conteniendo rizados cabellos, un ramito de silvestre reseda
gualda (simbolo de los amores secretos), junto con mutuas promesas de amor
eterno, serán los vínculos que unírán a los amantes durante su cruel separación.
Oras, observando el reflejo de su rostro en las tranquílas aguas de un remanso,
promete que permanecerá tan fiel, como fiel es el espejo del agua que recoge sus
lágrimas y su tristeza, y que, cómplice de su romance, parece guardar en sus
apartadas y umbrosas soledades los sentimientos de nuestros enamorados.
Las semanas del principio se convierten en meses y los meses en años al
ser enviado Artal, desde el castillo de Peñiscola a tierras de la Provenza francesa, para desempeñar diversos e importantes cometidos. Los rumores sobre los
negros nubarrones que se ciernen sobre la Orden, y que presagian el trágico
destíno de los caballeros templarios, llenan de angustia y de zozobra el corazón
de la desdichada Oras.
Pero un buen día, Artal es enviado de regreso al castillo de la Mola. Las
etapas del viaje que le acercan a su amada se le hacen interminables y la impaciencia le consume por momentos.
Al llegar a las proximidades del roquedal
del Moncatí le sorprende una horrorosa tormenta. Un cielo gris plomizo, unos
relámpagos cegadores, unos truenos ensordecedores, que llenarían de espanto al
de ánimo más templado, no impiden que Artal prosiga, incansable, su camino.
Pero un fuerte vendaval acompañado de una tromba de agua le obliga a detener
su marcha y buscar refugio en la "balma" de un alcor. La caprichosa mano del
ciego destino hizo que el lugar se situara en el conocido macizo del Moncatí,
junto a la fuente de su mismo nombre, testigos mudos y cómplices de sus añorados y siempre presentes amores.
Pasada la tormenta, con la misma rapidez con
que se había presentado, Artal se acerca al revuelto espejo del agua que, poco a
poco, va calmando el alborotado oleaje formado por las fuertes rachas de viento.
Al mismo tiempo, las ondas formadas por las últimas gotas de agua al escurrir
desde los altos árboles se van estirando y desapareciendo. Un extraño desasosiego y una inexplicable sensación de temor van embargando el ánimo del guerrero
a medida que se aproxima a la laguna. Varias veces duda en acercarse a su orilla
como si un sexto sentido le advirtiera de la tragedia que se avecinaba, como si un
dios de caridad quisiera apartar de él, ese cáliz de amargura que estaba a punto
de apurar. Pero un impulso irrefrenable, la añoranza de su amada, el destino
que fatalmente ya estaba escrito pueden más que sus negros presentimientos y
mirando las ya tranquilas aguas siente que su corazón se desboca. henchido de
gozo. al descubrir la imagen viva de su amada Oras: hermosísima. más adorable
que nunca. con su esbelto talle. con sus ojos llenos de gracia y misterio. con sus
labios rojos que tantas veces había besado. con sus cabellos castaños y ondulados
cayendo sobre sus hombros de blanco alabastro...• pero ¡Ah! ¡Horrible visión!
Junto a ella no se vio reflejado como los dias felices y dorados que habían llenado
sus recuerdos y que le habian acompañado en su soledad. Junto a ella descubrió
-¡Nunca lo creyera!. La figura de un agraciado musulmán que la recibía tiernamente en sus brazos...
Las aguas del estanque le habían sido más fieles que Oras
y. con su más que elocuente y silencioso mensaje. le dieron testimonio fidedigno
de la terrible verdad.
Artal quedó mudo. sin aliento. como petrificado. con el corazón destrozado y
rebosante de dolor. Luego. loco de despecho y de rabia buscó amparo en la vecina
ermita de Nuestra Señora de Gracia. Pero su pena era más grande de lo que su
ánimo era capaz de soportar. la congoja nubló su mente y enervó sus sentidos. y
su espíritu se sumió en una profunda desesperación. Poco a poco una irrefrenable ansia de muerte se apoderó de su voluntad.
A la llegada del ermitaño para dar
el toque de ánimas. encontró al caballero tendido en las gradas del altar. tenía el
pecho abierto con su propia daga y en la mano un medallón: -Nunca podré olvidarte... escuchó el hombre santo en un casi imperceptible susurro. a la vez que el
templario. besando con apasionamiento la preciosa joya. esparció los ondulados
cabellos y rindió su último suspiro.
El Gran Maestre de la Sagrada Orden de los Pobres Conmilitones de Cristo
y del Templo de Salomón de la Santa Ciudad de Jerusalén. al tener noticia de
la tragedia dio orden que se derribara la ermita de Nuestra Señora de Gracia
y se desacralizara el lugar; que no le fuera concedida cristiana sepultura a
aquel caballero que. faltando a sus votos de castidad y habiendo cometido suicidio. se había condenado para siempre y había deshonrado a la comunidad
de monjes-guerreros. Su nombre quedó borrado del Gran Libro de Memorias
de la Orden y mandó que sus restos mortales fueran enterrados durante la
noche. en campo raso. sin señal alguna de reconocimiento. como se entierra a
las alimañas. Quíso que sus espuelas de hierro de caballero fueran rotas. que
fuera amortajado con un infamante camisón de estopa . que nadie cerrara sus
ojos. que el cuerpo no se orientara al Este en espera de la resurrección. sino al
frío. brumoso e irredento Norte y que su rostro no quedara vuelto hacia abajo.
mirando a la Madre Tierra (Terra eris et in terra reverteris) tal como era la costumbre entre los templarios. Dispuso luego que la tumba fuera sembrada de
sal. para que nunca creciera ni la mala hierba sobre la sepultura del proscrito y
que el lugar fuera maldito por los siglos de los siglos. y malditos todos los que
se acercaran a rezar o tan siquiera a recordar su memoria.
Pero lágrimas de arrepentimiento y de dolor dulcificaron la tierra condenada, y manos piadosas, sin duda femeninas, que nunca nadie pudo sorprender,
plantaron y cuidaron unas amargas retamas de flores amarillas (símbolo de la
desesperanza) y junto a ellas, una espesa zarza lobera (símbolo de los amores
desgraciados).
Con el paso de los años unos pastores vieron removida la tierra aborrecida y
que sobre la fosa, ya no estaban ni las matas de retama ni la zarza lobera, sino
que en su lugar había crecido un hermoso mirto (símbolo del amor universal).
Informado el Gran Maestre de la Sagrada Orden de Santa María de Montesa,
heredera de la Orden Temple, interpretó este hecho como una señal del perdón
divino y ordenó que en el solar de la antigua mezquita, luego capilla de Nuestra
Señora de Gracía, se edíficara una hermosa ermita que puso bajo la advocación
de San Cristóbal. Después, en un acto sin precedentes, dispuso que los restos
del desgraciado caballero fueran trasladados junto al templo, donde debían encontrar la tíerra sacralizada que antaño le fue negada por sus pecados, y para el
eterno descanso de su alma atormentada.
Nadie nos ha dado razón fidedigna del destino de Oras. Algunos rumores,
sin confirmación, apuntan que los sepultureros, al exhumar los huesos del caballero, encontraron junto a él, apoyado en su costado izquierdo, la presencia de
otro cuerpo más pequeño, piadosamente orientada su cara hacía el Este: ¿Jerusalén? ¿La Meca? Ante la duda , los restos de los desdichados fueron enterrados
en un mísmo sepulcro, justo del lado del Evangelio de la nueva ermita dedicada
a San Cristóbal. Y el Gran Maestre de la Sagrada Orden de Santa María de Montesa rezó por el eterno descanso de aquellas atribuladas criaturas y mandó que
la lápida con que se cubrió la tumba no tuviera ningún sígno que indicara la
raza, ni la religión y ni, tan siquiera, el menor rastro de sus nombres. y nunca levantó la maldición sobre su primera tierra, ni sobre los que allí pudieron ir a
orar por el alma del templario.
Y todo ocurrió después que las retamas y la zarza
lobera se secaran y que en su lugar creciera un hermoso arrayán como símbolo
del amor que no muere jamás, que es capaz de vivir por encima de sinsabores
y de traiciones, capaz de resistir nuestras más oscuras miserias, capaz de vivir
después de la muerte.
y en el sepulcro vacio del descampado, la tierra maldecida quedó yerma para
siempre, y nunca más volvieron a crecer en ella ni las matas de retama, ni el
arbusto espinoso de la zarza lobera. Tampoco volvió a arraigar el mirto de flores
perfumadas, de juvenil corteza roja; ni volvieron a verse sus oscuras bayas; ni el
envés de sus hojas se cubrió con el plateado color de la pureza.
Abolida la Orden
del Temple por el Papa de Roma, nadie volvió a ver las blancas clámides de sus
monjes, símbolo de sus votos de castidad y pureza, con la cruz roja al costado representando la sangre entregada por Cristo. Ni tampoco volvió a ondear al viento
el orgulloso pendón del beaussant con sus colores blanco y negro (por la fuerza y
el valor de sus guerreros), y llevando en el centro la cruz patada roja en recuerdo
de la sangre derramada por los caballeros en sus duros combates.
y todas las primaveras volvieron a florecer las humildes gualdas. Y todos los
años, el santo ermitaño, llegado el lunes de la Pascua de Pentecostés-, y antes de
entrar en la capilla para el toque de ánimas, rezaba una oración y depositaba un
ramillete de flores amarillas sobre la tumba sin nombre, situada en un apartado
rincón, justo del lado del Evangelio, en la nueva ermita levantada bajo la advocación de San Cristóbal, en la cumbre del Moncatí.
Esta hermosa leyenda, casi ignorada por nuestra literatura, al igual que su cede con muchos aspectos de la historia de nuestro pueblo, no hace sino reafirmarnos en la idea que el tiempo se detuvo en este hermoso enclave de Cuila,
que la historia oficial olvidó su recuerdo y que sus antiguos mitos y leyendas
no encontraron el eco de otro "Monte de las Ánimas" u otro "Rayo de Luna"
,
y donde el fatal desenlace de los desgraciados amores de sus protagonistas no
tuvieron la resonancia de otras tragedias como las de Orfeo y Euridice, Calixto
y Melibea o Romeo y [ulieta.
@ARTURO ESTEVE COMES